Cada vez que llegaba a su casa, Jazmine la recibía con una sonrisa y un beso. Ella le regalaba algún caramelo y la niña africana, de apenas tres años, intentaba decir palabra pero su hipoacusia se lo impedía. Aquella tarde, sin embargo, sus labios se movieron en silencio, como repitiendo “boucle d’ oreille”.

La escena transcurría en Oyem, al norte de Gabón, adonde algunos  cubanos ayudaron en materia de salud. Una de ellas, Gretel Valera, partió en diciembre de 2008 hacia ese país centroafricano. En su maleta no faltaron una foto de su hijo, una miniatura de la Virgen de la Caridad del Cobre y un DVD de Los Van Van.

El Boeing de Air France despegó del aeropuerto internacional “José Martí” y aterrizó, ocho horas después, en el “Charles de Gaulle” de París. La ciudad gala recibió a las siete mujeres con una temperatura de dos grados. Eran cinco farmacéuticas, una ginecoobstetra y otra neonatóloga.

24 horas después, las cubanas volaron hasta su destino final. En la modesta terminal aérea les entregaron una rosa blanca y fueron repartidas cada una a su región. La camagüeyana Gretel y la ginecóloga de Villa Clara, fueron destinadas a Oyem, capital de la provincia de Woleu-Ntem.

“Nuestro primer reto fue el idioma. Había que apuntar con el dedo cuando íbamos de compras. Ellos decían una palabra y yo le pedía que repitieran. Luego anotaba en una libreta.” Así aprendió francés con un diccionario, juntando frases de películas y novelas de la televisión local.

En Gabón, las cubanas eran mal miradas por su vestuario. Las nativas solo usaban ropa típica. “El jeen es de mujeres libertinas”, decían.

Las discotecas de allá reproducían música bailable cubana y en Libreville, la capital, había un lugar que se llamaba “Habana Club”, donde vendían ese ron al compás de un conjunto musical bien criollo.

El clima era tropical, mucho calor y precipitaciones. En los comercios había mucha ropa, alimentos y productos de primera necesidad. No era común ver esa abundancia en Cuba.

 “No había frijoles negros, solo los había en Camerún, que estaba a dos horas y media. Poníamos a Los Van Van para espantar el gorrión. Llamaba a mi casa a diario, era muy barato, entre 40 y 60 centavos de franco cfa.”

Pero lo que más impresionó a la cubana fue aquella cena donde aprendió lo que es la poligamia. Assoko, un farmacéutico, la invitó a su casa:

 “Pude compartir con sus dos esposas. Cada una tenía cuatro hijos. Cuando le pregunté cómo podían soportar aquello me respondió Nguema, una de ellas, ‘al menos nosotras sabemos quién es nuestra rival, ustedes las blancas no.”

En marzo de 2010, la joven camagüeyana plantó una mata de plátanos y otra de aguacate al frente de su trabajo, donde laboró más de dos años. La comida de despedida incluyó carne de antílope, mandioca, cerveza y coca cola. Todos dijeron adiós.

Antes de regresar a Cuba, pasó por la casa de la costurera de Oyem para agradecerle por el conjunto de tela gruesa estampada que le hizo para el viaje.

Era una mujer pobre que vivía con el esposo y su niña sordomuda. La beba se quedó encantada con los aretes, los tocó, intentó hablar y se acercó a Gretel. Se abrazaron muy fuerte, muy tristes, con el presentimiento de que no iban a verse más.

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