
A la escuela Angelina Pérez llegué después de primer grado. Los compañeros de aula de la primaria “Viet Nam Heroico”, antiguo cuartel de la guardia rural en Vertientes, acordamos seguir el curso en aquel centro y, gracias a la gestión de nuestros padres, nos encontramos allá.
Mi primer encuentro fue con Miguel Molina, un negrito paluchero con quien tuve la bronquita inaugural. Roberto Riquene, que era el más grande y le ganaba a todos los del aula, logró intimidarme cuando le dije que parecía un pollito piando. Me puso cara de cacique con pañoleta roja.
Y escribo “le ganaba” porque era el término que se empleaba en el aula en cuestiones de fajazones y piñazeras. Después de Roberto, estaban Ángel Castillo y Carlos Capote, aquel moreno y el otro más bien gordito que tenía un genio del carajo. Yo solo le ganaba como a dos o tres, a Sandro Freyre, a Andresito Robaina y a Oryel Machín, que eran los más debiluchos del aula.
En Angelina fui monitor de lectura y siempre, en los turnos de la biblioteca, la encargada me decía: “arriba, Luis Enrique, a leer Dan Auta”, una historia que no me acuerdo ahora, pero sí aquel fragmento que decía “hizo pis encima de la cabeza del rey”. Leí tanto aquel relato que resulta contradictorio no recordarlo en este minuto.
(Ahora busco en Google y resulta que este cuento negro se le atribuye erróneamente a José Ortega y Gasset y el fragmento que cito es este: Dan-Auta dijo “Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey”. Sarra exclamó: “¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!”)
En aquella escuela fui feliz, aprendí y disfruté hasta donde pude. Recuerdo a mis maestras: Caridad, Sonia, Dignorah y a la auxiliar pedagógica María del Carmen que, sin ton ni son, nos metía unos pellizcos a todos los de la clase y nos decía en el almuerzo aquello de “el pedacito de pan para empujar la comida”.
Lo más común era recibir los pellizcos precisamente cuando hacíamos la cola en el comedor. No me olvido de esos benditos apretones. María era muy cariñosa con nosotros, a su forma, claro.
La merienda matinal era un café con leche que se servía en jarritos de aluminio. Cuando aquello no había “merienda escolar” al estilo de hoy día. La mía, la más común, era pan con croqueta. De hecho, Rodolfo Petro, que hoy es un médico internacionalista, me puso “croqueta”, y tuve que lidiar con ese mote durante cierto tiempo.
Después vino “el puma” por el cortecito de pelo o el peinado al medio y más tarde “avioneta tumba coco” cuando desapareció aquel peinado “al yeni” y salieron a relucir mis anónimas orejas.
En el aula había de todo un poco, pero recuerdo con mucho cariño a Patricia Collado una muchacha bella y ñoña que le tenía miedo a las ranas y los lagartijos. Patricia organizaba las tertulias donde yo recitaba, o bien las “décimas para el abuelo”, de Waldo Leyva, o bien otra sobre la alpargata. Me paraba en firme, en plan Barbarito Diez y arremetía de memoria:

“Yo estimo que la alpargata
no se debe de comprar
porque por lo regular
nunca te sale barata
si no se te desbarata
sale ancha o sale estrecha
y si viene uno y te echa
un jarro de agua en los pies
luego no sabes cual es
la izquierda ni la derecha”
Todas estas remembranzas me vinieron a la mente cuando estuve de cobertura periodística por “la 25” que es como se le conocía y se conoce todavía a esta escuela, donde se han formado tantos y tantos jóvenes del Vertientes camagüeyano.
Elsa Jones, una de mis entrevistadas y quien fuera mi profesora de educación física, me invitó a hacer un recorrido por las aulas y fuimos a dar al laboratorio donde hay un álbum de fotos. Sabía que estaba yo en una de ellas y me reconocí por la forma peculiar de colocarme el cinto, una correa militar que los muchachos de aquel tiempo metíamos en cloro y usábamos para amarrarnos bien los pantalones.
En ese minuto añadí a mi inventario de recuerdos el sonido del timbre, los matutinos dramatizados, las pugnas con los pesaditos de sexto “b”, el día que un blandito del aula dijo “¡ay, que dolor, me parece que llegó la hora!”, los regaños en la dirección, la experiencia sexual con Yamirka en la Plaza 1ro de Mayo, los zapatos ortopédicos, los círculos de interés de tránsito, el odio incipiente a las matemáticas y cuando Mamá Berna me recogía en aquella bicicleta Niágara norteamericana.
A diferencia de aquel cuento de Dan Auta, todo lo que aquí escribo no ocurrió “una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo”, pues la escuela primaria Angelina Pérez conserva la misma magia y sus educandos pueden dar fe de la misma alegría que experimenté hace unos años, cuando era un pionerito con pañoleta roja, pelado al yeni y con cinto cheo descolorado con lejía.
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Vea además: El barbero de Luis Enrique
La historia de Dan-Auta, un cuento negro