Estudian en el Instituto Preuniversitario Urbano. Llevan uniforme azul y su asignatura favorita es Español-Literatura.
Las dos lucen sendos piercing y la más rubia, una mariposa tatuada debajo de la rodilla.
Van por la acera, cual siamesas, con audífonos compartidos de una sola eme pe tres. Tararean la canción mientras caminan rumbo a casa.
A lo lejos parecen muchachas de chiclet y converse, de descarguitas y perreos, de noviecitos, cuadros, pastillas y bases de campismo.
Prosiguen el trayecto esquivando piropos y miradas, mientras entonan a coro una pieza antológica de María Teresa Vera que el aparatico replica gracias a la opción “repeat current song”.
Una anciana las mira, desde la acera de enfrente, con cierta antipatía generacional y musita: “seguro van oyendo cochinadas”
No sé, pero me parece que deben ser iguales a las pepillas de mi tiempo con una diferencia que es la tecnología. Yo llevo 37 años de profesor de Español y siempre he corroborado que todos los estudiantes son iguales: el bueno de antes es igual al bueno de ahora y el malo de antes es igual al malo de ahora. Tengo la maravillosa suerte de haberles dado clase a cubanos, vietnamitas, rusos, angolanos, mejicanos, mejico-americanos, americanos blancos y negros y todos son iguales como estudiantes. Ellas dos pueden ser, sin mucho esfuerzo, dos estudiantes de mi secundaria básica en Vertientes del año 1962. No somos seres humanos distintos, somos espíritus que rencarnaremos una y otra vez hasta que dejemos de hacer porquerías y nos portemos prodigando amor y honradez hacia nuestros semejantes. Mientras no hagamos esto, nosotros voluntariamente regresaremos en nuevos cuerpos y con nuevas metas espirituales de mejoramiento. Así que somos los mismos, en distintos cuerpos, en distintas épocas.