haciendo-guarapo-en-cubaHoy la vi. Llevaba de nuevo el short de mezclilla, un pañuelo de cabeza y una blusa ligera que contrastaba con el blanco de su piel.

No me sé el nombre, nunca le pregunto. Entre nosotros solo hay una comunicación de coctel. Soy yo que siempre le recuerdo lo mismo: “sin mucho hielo, por favor”. Y me complace.

Cada vez que compro, ella toma el peso y lo guarda. Si entrego un billete me devuelve el cambio o, mejor dicho, lo tira ahí sutilito sobre el mostrador aunque se mezcle con el agua del fregado, los gérmenes y otras monedas.

Pero ella ni siquiera me mira. Yo en cambio voy desde sus labios a su cuello, de su nariz respingada hasta el pelo, de sus senos a sus dedos, de su sexo a sus nalgas, mientras degusto el néctar, bien despacio, en el vaso de aluminio que corresponde.

Debe tener, a lo sumo, veinte años. Suficiente para intuir cuando un hombre la mira con hambre y sed de lujuria, suficiente para sospechar de alguien que va todos los días, a la misma hora, por un simple vaso de guarapo que alimente sus sueños espumosos, ese oleaje cálido de la dulce marea del deseo.

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