Tendrá quizás unos cinco años. Lleva suéter y chompa que lo protegen del frío, más una gorra para esconderse de ciertas miradas.
Su abuelo lo sostiene. Es el encargado de llevar armónica y güiro y presentar al singular conjunto en un bus urbano de la ciudad, el tercero o cuarto que abordan esa mañana.
Luego del performance inicial, el anciano le propina un “cariñoso” empujoncito al niño que agarra sus maracas y se incorpora al improvisado concierto.
Agazapado bajo la visera y con una timidez espantosa el chiquillo se pone a zarandear los instrumentos, mientras los acordes van tomando forma y sensibilizando, más que deleitando, a algunos viajeros.
La escena suele ser común en Quito. Por allí desfilaron antes un vendedor de música eme pe tres, otro de medicina natural, un débil visual y una pareja de juglares venezolanos con textos de Celia Cruz. Todos con un solo objetivo: llevarse unas monedas a casa.
Al ver aquel niño recordé “Los vendedores de Diarios”, de José Martí donde se habla de un Padre en Nueva York que solía llevar a su hijo de cinco años a ver cómo batallaban por la vida los niños pobres, parecidísimo a este pequeño de mi historia.
Para algunos, aplatanados en sus asientos, era más de lo mismo. Para mí no: su mirada esquiva, el retraído chiki cha, chiki chaka de las maracas azules y la actitud casi robótica, mimética de quien no quiere pero tiene que estar ahí resultan conmovedores.
Al final el abuelo conmina al infante a pasar por los asientos. Nunca será él quien implore los centavos. Es el niño de apenas cinco años quien pasa el cepillo y “espera ansioso, con la mano tendida”.
Y como en aquella escena norteamericana, “dan deseos de vaciar sobre ellos los bolsillos”.
Gracias por tu relato me sentí en el lugar escuchando la música ¡¡
Gracias. Uno de los objetivos de la crónica es lograr que el lector asista a la escena o la historia que se narra. Si lo conseguí pues un enorme placer. Gracias por su comentario.