“Nosotros tenemos una oferta mejor que ellos y precios más favorables”, nos dijo el camarero en tono desleal, mientras desaprobaba aquella modalidad proselitista de sus vecinos para captar la atención de los clientes.
Aunque estos no repartían volantes, también se paraban en aquella calle de la Habana Vieja para entrecruzar parloteos y lograr el convencimiento de los transeúntes con ce u ce.
Apenas pedimos dos cafés que demoraron una eternidad porque la máquina se “trababa”. Al menos eso nos dijo el mesero mientras preparaba un coctel a otros invitados. (Lo hacía sin el menor recato, con sonrisa incluida y ¡metiendo sus manos en la hielera!)
Un tanto sorprendidos por aquel segundo insano que contrastaba con el discurso de bienvenida, nos hicimos la foto de recuerdo y pactamos otro lugar para el almuerzo. Sería en la acera de enfrente, en plan “escarmiento”.
Sin embargo, ya luego del postre nos sentimos blanco del marketing, lectores pasivos de hojas impresas, meros objetos víctimas de los vericuetos y ardides que tiene la competencia.
De regreso a casa, compramos maní en el malecón. Esta vez no hubo máquinas importadas, no nos decían “Señor, Señor” y el pregón era menos insistente que en aquellas calles adoquinadas por donde caminamos un día de vacaciones.