Escrito por Abdiel Bermúdez Bermúdez @abdielbdez
Esposa olímpica:
Te escribo estas líneas para que cuando despiertes no estés tan perdida. Son las 4 de la mañana y ya estoy sentado frente al TV, mirando cuanto acontece en Londres a través del Canal Olímpico. Sé que te molesta que abandone las sábanas tan tempranito, pero mi reloj y el Big Ben guardan obvias diferencias entre sí.
Te susurré al oído que ya era la hora, pero a ti quién te despierta sin que refunfuñes o maldigas y agarres por la solapa e intentes un ippón por mi atrevido esmero en que compartas esta devoción por un evento que reúne a lo que más vale y brilla del deporte en el mundo.
Decidí dejarte descansar. Encendí el televisor y me fui hasta Londres a aplicar técnicas y llaves, a cruzar piscinas con la rapidez de un “pollo”, a saltar desde lo alto con la sincronizada precisión de un suicida, a rematar victorias sobre la net, a patear goles y lanzar flechas y golpear y tirar como ninguno.
Perdona si he descuidado mis deberes maritales. Pero entiende, por favor: un esposo no tiene los Juegos Olímpicos frente a sí todos los días. Un esposo espera ¡cuatro años! para impulsar a sus deportistas predilectos desde este lado de la pantalla, y emocionarse y sufrir y llorar y ganar y reír y sentir que la medalla es propia y que una esposa comprenderá –comprender es importante, amor– que son solo dos semanas las que se necesitan para subir el Olimpo y tocar el cielo.
Se dice fácil, amor, pero cuatro años son una eternidad. Lo sabes. Una vida puede empezar y terminar en ese tiempo. Yo solo intento apoyar a los míos, que ya comienzan a ser tuyos, y sé que por eso ahora me preguntas de reglas de arbitraje, de posibilidades reales y remotas de triunfo, de la esencia misma de los juegos… Y a mí me encanta explicarte y saber que entiendes, que tal vez mañana –fíjate cuán pretencioso soy– asumas una página deportiva en el periódico para hacerlo con las mismas ganas con que asumes cuanto escribes.
Te cuento que vamos con buen pie. Que felizmente equivoqué mis pronósticos, y si el boxeo y la lucha “ayudan”, superaremos las medallas doradas de Beijing sin contratiempos. Eso te hace feliz; vamos, no lo niegues. Has aprendido a saltar con cada triunfo de los nuestros; has jugado en la misma cancha con las voleibolistas brasileñas y te has convertido en una esposa olímpica que, aunque no ama a rabiar el deporte, sabe compartir a su esposo al menos por un tiempo.
Por suerte, esta vez no me has demostrado esos celos irredentos. Es difícil coger unos Juegos Olímpicos por el cuello. Además, te hice café y te calenté el pan. Y antes de irme, fui despacio y bajito hasta el cuarto y te colgué mi beso –tu medalla– en la mejilla.
Tu esposo olímpico.
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